Prejuicio.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Era arrogante, tanto como el aire que respiraba le permitía ser. Usaba gafas, de seguro se sentía muy intelectual con ese aire de chico estudioso y su orgullo probablemente andaba nadando entre las nubes casi al terminar la atmosfera.
Su piel blanca irradiaba una extraña interrogante en mi mente “¿acaso jamás se ha puesto al sol?” y caminaba hacia mí como si el suelo fuese de esponja, suave, delicada pero masculinamente (alguna vez en su vida alguna chica de seguro le dijo que le encantaba y eso le subió mucho más el ego) y habló.

Los días pasan rápidamente, ya no sé si el verano está comenzando o terminando, si las flores se están yendo o florecen, y camino hacia un parque con una idea fija: verle por última vez.

Era todo lo que alguna vez desee, era todo lo contrario a lo que pensaba que sería, era la persona más amable, inteligente, honesta y humilde que alguien en su posición podría ser, pero las flores no estaban floreciendo, si no que el invierno amenazaba con llevárselas y morían antes que éste las alcanzase.

Me recibió como siempre con su grata sonrisa, pero no podía ofrecerme más que eso… una amistad. Mi corazón se había partido en trocitos, desde hace mucho, pero solo ahora podía ir regándolos por toda la ciudad a medida que me acercaba cada vez más hacia él para contener las lágrimas que repetitivamente había derramado algunas noches antes de tomar dicha decisión.

No quería, pero era necesario. El tampoco le apetecía la idea de perderme… pero ¿quién soy yo para juzgar a mi corazón?


Y caminé de vuelta hacia donde la lógica me llevaba, con el sol a mis espaldas escondiéndose de mi desgracia, irónicamente juzgando mi dolor, pensando “que niña tonta, no ha aprovechado este día de vida para ser feliz y lo malgasta llorando”.